jueves, 26 de febrero de 2009

El momento decisivo


Henri Cartier Bressón fue uno de los mejores fotógrafos del mundo. Nacido en Francia, creador del foto reportaje. En este texto, él explica parte de su ideología y de su trabajo.


EL REPORTAJE


El reportaje plantea los elementos de un problema, fija un acontecimiento o unas impresiones. Un acontecimiento es siempre tan rico que uno gira alrededor mientras se desarrolla, buscando una solución. A veces se la encuentra en pocos segundos y otras veces exige horas y días; no hay solución estándar, no hay recetas, hay que estar preparados como en el tenis; los elementos del tema que hacen saltar la chispa, frecuentemente están separados; uno no tiene el derecho de unirlos por la fuerza; fabricar una puesta en escena sería trampear. De ahí viene la utilidad del reportaje; la página reunirá esos elementos complementarios repartidos en varias fotos. La realidad nos ofrece una tal abundancia que contar, simplificar pero, ¿se corta siempre lo que se debe?. Es necesario llegar, trabajando, a conseguir una disciplina, a tener conciencia de lo que se hace. A veces, uno tiene sentimiento de haber tomado la mejor foto posible y, sin embargo, sigue fotografiando porque no puede prever con certeza de qué manera el acontecimiento se desarrollará. Es necesario, por el contrario, evitar gatillar inútilmente, evitar fotografiar rápido y maquinalmente, cargándose así de croquis inútiles que recargan la memoria y perturban la nitidez del conjunto. El fotógrafo no puede ser un espectador pasivo, no puede ser realmente lúcido si no está implicado en el acontecimiento. La memoria es muy importante, la memoria de cada foto tomada al galope, a la misma velocidad que el acontecimiento; durante el trabajo uno debe estar seguro de no haber dejado agujeros, de haber expresado todo, porque después será demasiado tarde; no se podrá hacer desandar el tiempo...


...De todos los medios de expresión la fotografía es el único que fija un instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen, y cuando han desaparecido es imposible hacerlas revivir. Uno no puede retocar el sujeto; cuanto más se puede elegir entre las imágenes recogidas para presentar el reportaje. El escritor tiene el tiempo para reflexionar antes de que la palabra se forme, antes de ponerla en el papel; puede relacionar varios elementos, los unos con los otros. Hay un período en el cual el cerebro olvida, y se produce una especie de decantación. Para nosotros lo que desaparece, desaparece para siempre; de ahí nuestra angustia y la originalidad esencial de nuestro oficio; no podemos rehacer nuestro reportaje una vez que uno ya está en el hotel, de vuelta. Nuestra tarea consiste en observar la realidad con la ayuda de ese cuaderno de apuntes que es la cámara, fijándola pero sin manipularla ni durante la toma, ni en el laboratorio mediante trucos, porque eso es visto por quien sabe ver. En un reportaje fotográfico uno llega, como el árbitro, para contar los golpes, como una especie de intruso, fatalmente. Hay que acercarse al sujeto con pie de plomo, incluso si se trata de una naturaleza muerta. Hay que andar con guantes, pero teniendo el ojo alerta. Sin precipitaciones, porque no se golpea el agua antes de pescar. Nada de fotos con flash, por supuesto, aunque más no sea que por respeto a la luz, aún cuando no esta. Porque sino el fotógrafo sería alguien insoportablemente agresivo. Este oficio depende hasta tal punto de las relaciones que se establecen con la gente que una palabra puede estropearlo todo, y entonces los alvéolos se cierran. No hay aquí sistema, salvo el hacerse olvidar y hacer olvidar la cámara, que es siempre demasiado llamativa. Las relaciones son muy diferentes según los países y los medios. En Oriente un fotógrafo impaciente o simplemente apurado se cubre de ridículo, lo que no tiene remedio. Si alguna vez uno es superado, porque alguien ha notado la cámara, entonces no se puede hacer otra cosa que olvidar la fotografía y dejar amablemente que los niños se arremolinen. Acabo de hablar extensamente del reportaje. Yo hago reportajes, pero lo que busco desesperadamente es la foto única, que se basta a ella misma por su rigor (sin pretender por eso hacer arte, psicología, psicoanálisis o sociología), por su intensidad, y cuyo tema excede la simple anécdota.

lunes, 23 de febrero de 2009

Infusión Gitana


Estaba esperando que los recién casados salgan del civil para sacar las clásicas fotos de la lluvia de arroz, cuando un hombre me toca la espalda y me pregunta si no podía en un par de horas hacerle unas fotos a unos camiones suyos. Le dije que si y quedamos de encontrarnos en la dirección que me pasó.

Me sorprendí al llegar y ver que era un descampado en donde no solo estaban los camiones sino también una comunidad de gitanos con sus carpas, sus fuegos, sus ollas gigantes, sus largos vestidos y sus costumbres atípicas para nosotros.
El señor que me había contactado me indica que debo fotografiar a distintas partes de los vehículos para el seguro, para corroborar su estado. Entonces deduje que estaba por venderlos. Sabido es que los gitanos tienen una enorme facilidad para vender sus bienes a un precio mucho mayor de lo que los compraron.

Concluía mi trabajo cuando aparece una señora que por su manera de conducirse con los demás y por su edad deduje que era una de las jefas. Esta mujer me dice si podía llevarles esas fotos el día domingo y aprovechar que ese día era el cumpleaños de un nenito de la tribu para tomar fotos de ese acontecimiento. Me habían citado el domingo a las 17.30 y a esa hora estaba ahí con las copias de las fotos de los camiones. Después de pagarme por aquellas imágenes, me ofrecieron sentarme y esperar a que llegaran todos los familiares para poder tomar las fotos del cumpleañero.

Los seres humanos solemos temerles a lo desconocido, a lo raro, a lo que difiere de lo que acostumbramos a ver cada día. Pese a las preocupaciones de “la jefa” por hacerme sentir cómodo, mi nerviosismo crecía al mismo paso que la curiosidad por saber como era un cumpleaños gitano. Ya sentado en la gigante carpa, al no tener nada que hacer, comencé a observar lo que me rodeaba. Esta familia estaba compuesta por 8 integrantes y, según me contaban, dormían todos en la misma cama. Esta no era una cama tradicional de una o dos plazas, era enorme, tampoco sé si tenía colchones u otra cosa para que apoyaran sus cuerpos.

Los minutos pasaban y estábamos en invierno, se venía la noche pronto.

Una de las cosas que más me perturbaban era que entre ellos hablaban en su idioma, en el idioma gitano, Romaní supongo, porque hay varias lenguas dentro de una. –Lachisser mua fotosgraficer, Cibó , garapatis Adebel y cosas por el estilo que yo trataba de traducir ferozmente mirando la gestualidad de cada rostro que las pronunciaba. No había caso, sus caras eran tan poca expresivas, tan insípidas, que no llegué a interpretar nada. No sabía a ciencia cierta si hablaban de mi, pero tampoco me dio la sensación de que estuvieran hablando del clima o del partido de Gaudio, o de la nueva Coca Light.


Notaba que me atendían demasiado bien y eso también me generaba desconfianza. Cuando uno está asustado, todo parece tremendo y hasta los gestos más nobles nos harían tiritar de terror. No es que sea un tipo miedoso ni nada parecido, sentía que se iba la luz del día; no veía un solo farol en ese campito; estaba a varios kilómetros de casa; esperando a unos invitados que nunca llegaban; con frío, con gente que vestía raro, olía raro, hablaba en otro idioma, con hambre… ¿con hambre? ¡Para que habré pensado con la voz de mi estómago! Ellos, que lo saben todo, que leen nuestras manos y nuestro destino, sin duda escucharon mi pensamiento gastronómico. Porque ahí nomás, para que todo empeorara, me ofrecieron un mejunje, un brebaje, una pócima del mas allá, un líquido, un néctar que seguramente habría preparado el mismo Satán. Entonces recordé –otra característica del miedo es que la mente juega malas pasadas, recuerda cuando no debe hacerlo, desentierra lo que debería quedar tapado en esos momentos de pavor- las mil y una historias de gitanos y sus maldiciones. Como cuando era chico y me decían “mirá que va a venir a echarte una maldición el gitano que le sacó los ojos a Don Eusebio, el ciego del frente”. Historias de brujerías, magia negra y tantas otras que hablaban de la peligrosidad de estos sujetos.
“Doña Jefa” levitó hacia mi y extendiendo su brazo con la taza en la mano como si ofrendara un puñal para que me haga un hara-kiri, me dice: “Bebe, hombre blanco”. Solo atiné a levantar mi mano derecha en un gesto como quien dice, “no hace falta, no te molestes, soy lo bastante tímido como para compartir una bebida con gente que nunca vi en mi vida y que nunca quisiera volver a ver”. Al notar mi negación “Bruja Jefa” y algunos gitanos que estaban cerca me miraron con ojos de fuego, y ella dijo: “te gustará hombre blanco”. Miré al fondo de la taza resignado y noté que era una especie de infusión, un té pero con diversas frutas adentro. Bebí. Estaba delicioso, pero aún así no lo disfruté como debía porque no podía ocultar de mis pensamientos las consecuencias que ese líquido podría traerme. ¿Y si me dormían para robarme la cámara? ¿Y si me extraían los órganos? ¿Y si me dejaban despierto pero hipnótico para casarme con una gitana? ¿Y si huían todos en mi moto? Esto último era lo más improbable, pero si dormían ocho en una cama ¿porque no podían salir disparando todos en mi Zanella? El té me dio unas ganas locas de orinar. Iba a preguntar donde estaba la letrina cuando noté que una de las mujeres hacía sus necesidades sin pudor al lado de la carpa. Pasaron más de dos horas y los invitados no llegaron. Lo que tampoco llegó es el sueño que preveía con el té, al contrario, me encontré muy activo y en comunión con ellos. Un tipo no gitano que quería comprar uno de los vehículos apareció y estaban realizando los papeles de compra venta cuando solicitaron mi ayuda porque los gitanos no sabían leer ni escribir. A esa altura ya estábamos alumbrados con un sol de noche. Les leí los papeles, les llené los formularios, cerraron la transacción y ya con los invitados en el campamento nos dispusimos a comer la torta.

Ya no importaban demasiado las fotos, yo era uno más de ellos, me convidaron comida, brindamos juntos e incluso yo salí en la foto general de la familia abrazando al cumpleañero. No había más miedo, me pagaron en tiempo y forma y me atendieron como un familiar más.
Una experiencia distinta, inolvidable, y que me acercó a una cultura muy distinta a la nuestra.