
Ha producido milagros increíbles, algunos con una llamativa coherencia. Por eso, tal vez, haya elegido a un pequeño negrito de las favelas brasileñas y a un pibe de las villas argentinas para ser sus mejores embajadores. Uno diestro, el otro zurdo, como para no discriminar.
Ha sido nuestro primer juguete y nuestra pasión permanente. Tiene la misma forma que el mundo mismo. Es caprichosa y comprensiva, dócil y rebelde, amada y odiada. Por ella, el mundo entero se reune cada cuatro años en la gesta más épica de todas. Pero fundamentalmente, más allá de los avatares impredecibles de sus cabriolas, no es más que una maravillosa excusa para juntar en millones de predios alrededor del mundo todo a muchos de nosotros que, con ella en los pies hemos soñado, y soñaremos, con ser, al menos, por un segundo, Pelé o Merlo, Maradona o Fabri, Riquelme o Pasucci, Bochini o Giunta, Alonso o Aguirre, Fillol o García. Tan pequeña y tan poderosa. Yo te saludo, pelota. Te debo las mayores alegrías, me debés algunas tristezas, pero te debo muchos amigos y eso jamás podré pagártelo.
Ojalá clasifiquemos hoy, sino, sería la primera vez que veo a nuestra selección quedar afuera. Hay demasiado nerviosismo para escribir algo propio, por eso este texto.